Pero yo, obstinado, se lo agradecí y me conformaba con poder tener la tienda de campaña en el campo detrás de la iglesia.
Miguelo dijo que podía acampar allí y que no llevaría vacas. Pero no tardó mucho que llevó un puñado de vacas que tenía en el campo tras el polideportivo en la pista a Plandescún.
Los primeros días no pasó nada pero una mañana fui a echarme un rato y me habían destrozado el doble techo a pesar de la alambrada electrificada. Me vi obligado a aceptar la habitación pequeña que la Dona me ofreció.
Josefina me trataba muy bien y a veces me invitaba a comer cuando había visitas y quería tenerme en la mesa. Los demás días comía en el restaurante o me hacía yo mismo algún tipo de comida fría en la habitación porque acercarme a la cocina de la Dona era casi imposible.
La cocina, pequeña, por lo general, la tenía ocupada cocinando sus cosas y yo pasaba por allí para saludar los buenos días. No había día que no tuviera visitas con una charla entretenida al calor de la estancia quemando leña la cocina de hierro.
A veces le decía que la invitaba a comer, pero ella no quería dejarme cocinar. Al menos me dejaba ir al supermercado Fantova a comprar pollo y lo que ella me pidiera para cocinar ella.
En verano algunas veces le quise invitar a una paella de las que yo hacía en los viejos tiempos cuando trabajaba en cocina. Fue entonces que conocí que también le gustaba liarla un poco y parece que se divertía muchísimo con ello.
Dijo que hiciese la paella en el brasero del patio "pero si Baila viene a husmear no lo invites." Me quedé mirándola extrañado pero le dije sí con la cabeza.
Me quedé sorprendido porque Baila y ella estaban muy apegados y no entendía la indirecta.
Llegué a pensar que no tiene porqué aparecer Baila, estaría trabajando o haciendo sus quehaceres con el ganado en algún sitio fuera del pueblo.
Limpié el brasero y encendí los trozos de madera hasta que se asentó la brasa. Cuando eché el aceite y cocinaba el sofrito apareció Baila y me quedé de piedra. No me lo podía creer.
No supe qué decir. Me quedé callado obedeciendo a la Dona. Apostada en el arco de la puerta a la espalda de Baila, con una sonrisa angelical, señalaba con el dedo en la boca que guardara silencio y Baila erre que erre presionándome.
Cuando estábamos comiendo sentados en la mesa, Baila entraba y salía del comedor una y otra vez mirando la paella.
Me ponía tenso con los nervios en la garganta porque yo lo quería invitar pero Dona me miraba con esos ojillos suyos y no abría la boca, obedecía.
Baila se iba y a los pocos minutos aparecía otra vez y así todo el rato. La Dona lo invitó a vinito, le servió un vasito como siempre hace con los invitados. Y al final le sirvió un platito de arroz.
Nunca entendí bien la situación. Creo que Dona nos puso a prueba a los dos.
Yo no decía nada. Ella era la dueña y la había invitado a paella.
Muy rara vez intenté hacer otra paella en el brasero del patio. Me ocurrió cosas parecidas y deserté.
Con lo bien que cocinaba con madera en las playas, nunca me volvió a salir. Ni remotamente bien a cuando trabajaba en cocina veinticinco años atrás.
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