sábado, 19 de noviembre de 2022

La dona Josefina, la paella y el Baila, Pirineos Valle de Chistau, Huesca

Un día la dona Josefina me dijo que si quería la habitación pequeña de su casa me cobraría 500 pesetas al mes.

Pero yo, obstinado, se lo agradecí y me conformaba con poder tener la tienda de campaña en el campo detrás de la iglesia.

Miguelo dijo que podía acampar allí y que no llevaría vacas. Pero no tardó mucho que llevó un puñado de vacas que tenía en el campo tras el polideportivo en la pista a Plandescún.

Los primeros días no pasó nada pero una mañana fui a echarme un rato y me habían destrozado el doble techo a pesar de la alambrada electrificada. Me vi obligado a aceptar la habitación pequeña que la Dona me ofreció.

Josefina me trataba muy bien y a veces me invitaba a comer cuando había visitas y quería tenerme en la mesa. Los demás días comía en el restaurante o me hacía yo mismo algún tipo de comida fría en la habitación porque acercarme a la cocina de la Dona era casi imposible.

La cocina, pequeña, por lo general, la tenía ocupada cocinando sus cosas y yo pasaba por allí para saludar los buenos días. No había día que no tuviera visitas con una charla entretenida al calor de la estancia quemando leña la cocina de hierro.

A veces le decía que la invitaba a comer, pero ella no quería dejarme cocinar. Al menos me dejaba ir al supermercado Fantova a comprar pollo y lo que ella me pidiera para cocinar ella.

En verano algunas veces le quise invitar a una paella de las que yo hacía en los viejos tiempos cuando trabajaba en cocina. Fue entonces que conocí que también le gustaba liarla un poco y parece que se divertía muchísimo con ello.

Dijo que hiciese la paella en el brasero del patio "pero si Baila viene a husmear no lo invites." Me quedé mirándola extrañado pero le dije sí con la cabeza.

Me quedé sorprendido porque Baila y ella estaban muy apegados y no entendía la indirecta. 

Llegué a pensar que no tiene porqué aparecer Baila, estaría trabajando o haciendo sus quehaceres con el ganado en algún sitio fuera del pueblo.

Limpié el brasero y encendí los trozos de madera hasta que se asentó la brasa. Cuando eché el aceite y cocinaba el sofrito apareció Baila y me quedé de piedra. No me lo podía creer.

No supe qué decir. Me quedé callado obedeciendo a la Dona. Apostada en el arco de la puerta a la espalda de Baila, con una sonrisa angelical, señalaba con el dedo en la boca que guardara silencio y Baila erre que erre presionándome.

Cuando estábamos comiendo sentados en la mesa, Baila entraba y salía del comedor una y otra vez mirando la paella. 

Me ponía tenso con los nervios en la garganta porque yo lo quería invitar pero Dona me miraba con esos ojillos suyos y no abría la boca, obedecía.

Baila se iba y a los pocos minutos aparecía otra vez y así todo el rato. La Dona lo invitó a vinito, le servió un vasito como siempre hace con los invitados. Y al final le sirvió un platito de arroz.

Nunca entendí bien la situación. Creo que Dona nos puso a prueba a los dos.
Yo no decía nada. Ella era la dueña y la había invitado a paella. 

Muy rara vez intenté hacer otra paella en el brasero del patio. Me ocurrió cosas parecidas y deserté.

Con lo bien que cocinaba con madera en las playas, nunca me volvió a salir. Ni remotamente bien a cuando trabajaba en cocina veinticinco años atrás. 


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