sábado, 19 de noviembre de 2022

Cuento del gorro de lana verde de mi amigo el alcalde de Gistaín, Pirineos Valle de Chistau, Huesca

Miren, les voy a contar una historia un poco confusa pero creo que como buenos investigadores descubrirán dónde fue a parar el objeto del deseo.

En los ochenta compré en una tienda de instrumentos de Nerja una flauta de estas fabricadas de plástico. No recuerdo cuántas pesetas me costó pero sonaba divino. La flauta emitía sonidos graves desgarradores que me llenan profundamente de tranquilidad.

La tuve conmigo largos años en grandes viajes hasta que estuve en el Valle de Benasque durante varias semanas. 
La hacía sonar estando a solas sobre una peña donde dormía en la senda a Cerler.

Un día se me ocurrió subir a Cerler y estuve un par de días. Dormía en un llano a un par de kilómetros del pueblo yendo por la pista de la estación de esquí y cada día recogía mi equipaje para irme al bar a tomar café y pasar la jornada por allí.
 
El día que me volvía para Benasque, en el bar, alguien se agenció mi flauta y aunque la busqué donde dormí y por el camino no la volví a ver más. 

Entendí que se había convertido en objeto de deseo de alguna persona que estaba allí.

Recuerdan el licor anisado de la marca Bendor?. Antiguamente traía unas campanillas muy graciosas que coleccioné en mis viajes. Las llevaba colgando de mi mochila y sonaban con un sonido precioso cuando caminaba.
 
Hasta que fue objeto de deseo de alguien en un pueblo llamado Casas Bajas, en el Rincón de Ademuz, Valencia, donde estuve a punto de tener un lío a puñetazos con dos gilipollas que cortejaban a dos camareras con las que no iban a pillar. No sé quién se llevó mis campanillas.

En Nerja, en la misma tienda de instrumentos, me volví a comprar otra flauta que sonaba aún más potente y más grave. Su sonido era una maravilla. Fue objeto de deseo de alguien en un largo viaje por la Bretaña francesa y no la volví a ver más.

En Torremolinos, un día que llovía, junto al bar Comodoro donde desayunaba por las mañanas, compré un paraguas automático plegable cuya sensación en las manos era tan agradable que acariciaba contantemente su empuñadura. 

Otro día fui a reservar un coche de alquiler, llovía y lo llevé conmigo. Terminé de hacer la reserva y los del rentacar, unos amigos, me preguntaron dónde iba: "Voy al final de la avenida Héroe de Sostoa a ver a mi hermano." "Espera y te llevamos, vamos de camino" - dijeron.

Por dos veces intentaron quedarse mi paraguas cuando salí del coche. Al final me lo devolvieron y subí a casa de mi hermano. 

En casa de mi hermano el paraguas se convirtió en objeto de su deseo. Me lo quitó de las manos y lo echó detrás del sillón grande y cuando me fui se me olvidó. 

Regresé de la calle y subí a coger el paraguas pero mi hermano insistía que no había entrado en casa con ningún paraguas. Si llevé alguno quizás lo dejé en la escalera y se lo habrán llevado. No volví a ver más el paraguas.

Una de las veces que viajé a Torremolinos a ver a mis padres, en la misma tienda junto al bar Comodoro compré un gorro de lana verde color militar de tacto suave e increíblemente cálido. 

Pensé que me venía muy bien en los descansos de mis carreras al collado de Sahún, a la ermita de la Virgen de la Plana o al refugio de Biadós. Lo compré por quinientas pesetas y me lo traje para Chistau.

A veces desayunaba en el bar el alcalde de Chistén. Una mañana de esas fui a tomarme unos cafés antes de subir a la ermita de la Plana, el alcalde vio mi gorro y lo cogió.

Lo toco, le gustó, era suave, esponjoso, muy agradable al tacto y se convirtió en objeto de su deseo. Quería que se lo vendiera y le contesté que me hacía falta para ponérmelo durante la media hora en los tiempos de recuperación para impedir la pérdida de calor por la cabeza.

Me lo devolvió y me lo metí a medias en la cintura por detrás. Tras llegar al puente de las piscinas comencé a subir y ya no paré hasta la ermita. Cuando quise ponerme el gorro no lo tenía en mi cintura por ninguna parte.  

Con malla, una camiseta y una sudadera, a ver dónde se iba a esconder el gorro?.

No lo encontré a lo largo y ancho de los catorce kilómetros de regreso, cosa rara que un gorro se pueda perder por una pista por la que no pasa nadie.

Semanas después el alcalde de Chistén apareció con un gorro como el mío, ya no usaba gorros con orejeras ruso. Mi gorro su objeto de deseo. Llevo veinte años esperando que me lo devuelva.


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