Me contaron la historia de la ermita Virgen de la Plana que en el siglo XVIII más allá del año 1.760 fue devorada por el fuego y desde entonces no se hizo ningún ademán por recuperarla quizás porque sus cenizas tras un siglo de abandono fueron irrecuperables.
Recuerdo estar en el bar Ruché un lunes de mañana tras celebrarse el domingo anterior la carrera por la que Pepe, a quien llamé por teléfono, me hizo volver a Plan desde Maro, una pedanía de Nerja donde pasaba los veranos de acampada en el cortijo de un amigo. "Vente que hemos hecho una carrera de montaña, corre." Y yo fui.
Todavía arrastraba la resaca de un año antes que estuve por primera vez en Plan disfrutando de los retos que Pepe me informaba "si cruzas las piscinas y subes por el carril pegado a la montaña llegarás allá arriba, al Puerto de Sahún. Encontrarás a mitad de camino un cruce con un letrero que señala a Chía pues tiras por ahí." Subí y desde Plan tardé 66 minutos.
Pasaron los meses y llegó San Mamés, nunca en mi vida comí tanta comida ni bebí tanto, al punto de que no aceptar la invitación de los distintos grupos de familiares y amigos parecía un insulto y no tuve más remedio que ir bebiendo y comiendo con todos.
Después estuve malucho una semana entera. Me pasé al menos cinco días de resaca sin salir apenas de la tienda de campaña acampado en el camping municipal junto al aserradero, pero la verdadera resaca me está durando toda la vida.
Lo de subir al Ibón de Plan con tío Manolito fue también cosa de Pepe "Ve con El Abuelo que Corneta y El Gallego han cazado un sarrio".
Una vez allí me "amenazaron" con echarme al agua vestido si no me desnudaba, porque Pepe mandaba bautizarme en la Basa de la Mora, me habían cogido y me avisaron: "O con ropa o sin ropa..."
Pues me quité la ropa y me quedé con el pantalón de atletismo "me voy a helar". Me metieron en el agua suavemente, cosa que no esperaba, me sonrieron y yo les sonreí sorprendido porque el agua estaba templada en pleno invierno. "Ozú, qué buena gente" - pensé. Aún me di un chapuzón y disfruté un poco.
Eso fue hace más de un año, pero ahora estaba sentado en el bar tomando un café justo el día después de celebrarse la primera carrera Bal de Chistau que había corrido, y así, enfrascado en mis pensamientos, silencioso, planeaba irme a Andalucía cualquier día pronto.
En la barra también estaban tomando café el Ferré de San Juan, Juan el Gallego, José Cozme y Manolito Frechín, y Pepe hablaba con ellos y ellos me miraban como si pasara algo, hasta que me di cuenta que hablaban de trabajo en la obra de la ermita.
Viendo las caras ya me había decidido cuando Pepe me preguntó si quería trabajar allí, le dije que sí. Esa fue la segunda vez en mi vida que me ofrecieron un trabajo, a los treinta y siete años.
Manolito Frechín era un chavalito casi un crío cuando trabajaba con la hormigonera produciendo mortero y grava que le resultaba demasiado duro. Me pusieron a ayudarle a cargar la hormigonera con la pala y me enseñó a hacer las mezclas, pero pronto se cansó de la pala y le costaba sobreesfuerzos seguir.
Me hice cargo de la hormigonera y además me gustó el trabajo de hacer mortero y grava. Manolito pasó a alcanzarle materiales a los maestros albañiles Ferré y Cozme, porque tallar esquinas era cosa del Gallego y la obra por entonces apenas estaba avanzada en sus cimientos unos pocos centímetros sobre el suelo.
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