Tengo la impresión de que en el valle me convertí en un ermitaño evocando las correrías playeras de antaño y las noches locas de gran frenesí, frente a la acción de dejar extinguirse mi relación con la noruega a la que llamaba cada pocos días desde la cabina del hotel Mediodía.
Perdí la atracción con la noruega porque a pesar de conocerla de veinte años atrás, ignoraba que Camila era una auténtica gilipollas hija de sus papis.
Me había servido de ella para espantar y alejar definitivamente de mi lado a la malagueña con la que estuve saliendo nueve meses.
Las dos me quisieron arrastrar por el mismo camino y yo me desvié por otro camino que solo beneficiaba a mis inmensas ganas de vivir.
En casa guardaba desde hacía décadas quince mil poemas que empecé a acumular a la edad de ocho años. Casi todos escritos sobre el pupitre de la escuela.
Si el maestro me pillaba escribiendo, no tenía piedad. Veía mi hoja de papel con mi poema arrojado a la papelera hecho añicos.
Lo mismo ocurría con los dibujos en mis libretas. De vez en cuando nos la pedían y las revisaban. Si teníamos algún dibujo en la libreta, tras hacerme copiar todo del curso iban hecha añicos a la papelera.
En el valle no fui prolífico escribiendo poemas. Me sentía embriagado y dormido en un perezoso y larguísimo invierno. Lo único que deseaba era correr montaña arriba y montaña abajo. Acaparar el paisaje acojonante y escuchar mis ritmos cardíacos en el aparente silencio de la selva.
La noruega representaba el cansancio. Fue un error estar con ella. La conocía desde niña y caí en su influencia en tiempos de desconcierto y me dejé arrastrar.
Llegué a pensar que Camila estaba mal de la cabeza. Había roto con su novio noruego de toda la vida que también era amigo mío y se había casado con otra noruega.
Incluso hubo un día que la madre de Camila intentó hablar conmigo. Me hice el longui hablando inglés en andalú muy malo mientras me hablaba en español y nunca nos llegamos a entender.
Camila estaba como una chota. Nos moviamos de la playa a su apartamento y echaba la llave a la puerta para no dejarme salir. Durante cuatro días no pude ir al cortijo a cambiarme de ropa hasta que al quinto la convencí.
Del pueblo al cortijo había una distancia de 1,5 kilómetros ascendiendo una montaña. Llegué a mi tienda de campaña, me cambié y volví al apartamento en una hora.
La espera se le hizo larguísima y la afectó. Al llegar caminando por la carretera esperaba asomada al balcón con impaciencia, gran ansiedad y estrés pensando que no volvería.
Las madrugadas en el balcón hablando de mil cosas eran eternas. Dormíamos casi al amanecer. Despertar a la hora del almuerzo, desayunar y irnos a la playa todo el día hasta el anochecer.
Cenar en el balcón entre velas con las luces eléctricas apagadas, hablar hasta altas horas de la madrugada y vuelta a empezar.
Me hizo escribirle poemas. Este me salió en tres actos:
Fui espíritu atrapado por ti,
en los albores y las madrugadas,
sobre la mesa de tu balcón,
entre candilejas con tus palabras.
Fui espíritu vagando por tu casa,
asomado a tu habitación,
mirándote en tu sueño,
entre tus sábanas blancas.
Deslumbrante con tu cara pálida,
por ti algo en mi se resquebraja,
otro albor otra mañana,
duermevelas veladas.
Parece un bello poema pero es terrorífico. Expresa estar atrapado y repetirse todo.
Sin embargo, llegué a Chistau y la fui dejando atrás. Y me torné de nuevo contemplativo. Me sentía dormido en algún extraño encanto que me gustaba:
Qué ansioso me encuentro
en tu montaña viviendo.
Qué gozos contemplo,
sobre tu verde,
en tus selvas,
lo que de ti no entiendo.
Tenebrosas nubes
oscurecen tus cumbres,
y qué largos y sinuosos
dicen de tus ríos,
y de caminos,
de viejos caminos.
Qué fríos los inviernos
de crudos olvidos!.
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